INTRODUCCIÓN
DESPERTÉ LUEGO DE UN aletargado sueño cuando un rayo del sol entró
en diagonal a la cama por la rendija de la ventana quemándome los vellos de las
piernas; esa era una de las cosas que me disgustaba de la habitación estrecha
del Hostal de "Doña Lupita". De haberme despertado sin la ayuda del
sol, habría roto el récord del sueño más largo de mi existencia.
Golpeé la cama con las manos abiertas, arrugué la cara y blasfemé
sin palabras pero también reí, seguido de eso posé las manos sobre el hoyo, en
vano intento por tapar los rayos de sol, y debí restregar un pie sobre la
rendija en una lucha imposible de ganar contra el astro rey. Sin duda, los
amaneceres largos estaban muy ligados al cumplimiento de mis placeres, no
obstante tenía que regresar a la rutina después de disfrutar de una intensa
fiesta en la que había bailado hasta caer rendido.
Esa subida por la pendiente a través de la penumbra gris me
agotaron, disfrutar de las fragancias de los arbustos que se enredaron al cuerpo
me poseyeron. El beso de la chica que repitió hasta el cansancio ser «chico» fue
sensacional, y al caer la madrugada, el vano intento por zafarse de mi
insistente brazo al final la convencieron. Ella siempre decía estar segura de su
"sexo", y jamás permitió que la acompañara a su habitación a esas
horas de la noche, no, ni una sola vez, aunque en su cama no durmiera nadie
más, aún cuando todos en el pueblo supieran que le gustaban las mujeres, estar
encamada con un hombre no era "normal" para ella. Ah, pero
"buenisana” siempre presumía tener intacto su orgullo de no dormir con
nadie más que no fuese mujer, y esas cosas son algo que la gente debería tener muy
presente antes de hacer ciertas cosas.
Al despertar esta mañana, el sol trajo para mí bonitos añoranzas
que, tal como suponía, le ocurría a la mayoría de los hombres de treinta y
tantos años o más. Ahora llevaba diez años volviendo casi siempre a estas
playas en compañía de otras tres mujeres de mi condición, y ya no estaba muy
convencido de que existiesen otro tipo de personas, es decir, en lo que a personas
propiamente dichas se refiere. Y es que según yo, el universo femenino se divide
en tres categorías: las anticuadas, las hipócritas y las «buena onda» como mis
amigas. Después de todo, era a esta última a la que ellas preferían pertenecer:
"No es que no seamos capaces de imaginar otra vida, ojalá hubiese conocido
al hombre adecuado en el momento idóneo" —contestaban siempre de ese modo mis
amigas.
Ellas eran tres: Natalia, Marina y Alicia. Natalia iba a cumplir
cuarenta y cinco años, Marina era aproximadamente un año menor, y Alicia tenía
cuarenta y tres años y medio. A Marina le habían crecido unos rizos como de
musgo en torno a la base de la 'gloria' y en Alicia se manifestó una tendencia
similar, que seguido despuntaba y sólo dejaba un caminito a manera de
señalización, y Natalia seguía siendo tan lampiña como la palma de una mano,
aunque sin duda las tres estaban magníficamente constituidas en cuanto a
bondades corpóreas se refiere. Los vecinos del pueblo trataban a las tres como:
"las muchachas", por su jovial comportamiento; ciegas al hecho de que
ya habían dejado de ser las de antes. Lo cierto es que, pese a no ser unas
adolescentes tampoco tenían el aspecto precisamente de ancianas, sus nuevas
ilusiones y nuevos deseos empezaban a despuntar —decían—, en particular
el aspecto de los encantos femeninos de Natalia, ya de por sí bastante
llamativos, sobresalían considerablemente cada vez que se veía sometida al
escrutinio de los caballeros y conocía toda noción acerca de los usos de los
distintos órganos sexuales. Mis amigas y yo dormíamos siempre en la misma
habitación y, estando a solas, nos examinábamos
las distintas configuraciones de nuestros sexos. Al principio, no se tenía la curiosidad
de conocernos más a fondo, de manera más detallada, pues ya estábamos
acostumbrados a contemplarnos desnudos sin el menor recelo. Así redescubrí que dejándome
tocar "áreas secretas" obtenía cierto placer, y cada vez que palpaban
mi bultito, como ellas lo llamaban, éste se erguía automáticamente y se ponía
tan duro como un palo. Pero experimentando entre ellas, también obtenían gozo acariciándose
su rosada cavidad mientras yo solo las observaba, aunque a veces bastaba que
con solo introducirse un dedo se provocaban un placer que las conducía al
clímax; ese que cuando casadas nunca experimentaron.
Los besos que perdí
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